13 jun. 2025

La solución para el tránsito no es un coche

Existe un futuro que algunos ya no veremos, pero sobre el que tenemos una última obligación: advertir (al menos) a los que van a vivirlo, sobre los graves inconvenientes que tornarán sus vidas en algo parecido a un infierno. Algunos de cuyos detalles se verifican ya en estos momentos y el panorama que nos ofrecen no es muy alentador que digamos. Por lo que espero, se me disculpe el abordaje casi apocalíptico del asunto.

Y es porque desde las alturas del liderazgo político, social, económico o de la comunicación, nadie aparentemente parece percatarse de lo que se “viene viniendo”.

Concretamente quiero referirme a que el pasado martes 27 de mayo, muy temprano a la mañana, cuando fui hasta la vecina ciudad de San Lorenzo de la frontera de Ñemby y la experiencia me produjo tal sensación de alarma, que asumí la certeza de un futuro lleno de novedades desagradables que apuran por soluciones que no han llegado ni llegarán todavía.

Porque si nuestros problemas no serán –seguramente– muy diferentes a los del resto de la humanidad; nuestra habitual prescindencia y especialmente, la empecinada irresponsabilidad de nuestras autoridades, no reparará en alguna previsión que pudiera evitar los graves inconvenientes que se avecinan; o, de hacer menos costosas sus secuelas.

Debo confesar que hacía mucho tiempo no salía de mi casa a esa hora y a pesar de que no escapaba a mi conocimiento el hecho de que una multitud de compatriotas sufre la misma experiencia todos los días, tampoco esperaba el panorama que se presentaba ante mis ojos. Pues ya pasando la terminal de buses, la avenida Fernando de la Mora era una inmensa caravana circulante de luces porque, junto a las de los vehículos, todavía estaban encendidas los de la vía pública y los anuncios publicitarios, además de semáforos y otras.

Mientras motocicletas y vehículos de cuatro ruedas de cualquier característica y tamaño protagonizaban un verdadero ensayo del Apocalipsis con una inmensa cantidad de jinetes en el interior de cada uno de ellos. Una multitud oculta que yendo o viniendo generaron en mi ánimo, además de sorpresa e inquietud, una serie de revelaciones y cuestionamientos.

En primer lugar, que miles de compatriotas apiñados en todos los s de la ciudad deben sufrir todos los días y en todos los meses del año, el mismo tormento. Sin que ninguno de los gobiernos anteriores, nacionales y locales, les hubieran dado la debida importancia para que más allá de celebrar contratos y concesiones vayan agravando sus problemas, lejos de los pretendidas “obras de progreso”.

O juzguen los lectores si los costosos viaductos construidos en los últimos años, aliviaron, al menos, los inconvenientes del tránsito vehicular. Enfatizo lo de vehicular porque desde las esferas gubernamentales nada se ha hecho hasta el presente, para que el ciudadano común y más desvalido: El olvidado peatón cuente con mejores aceras, ciclovías, o finalmente, un sistema de transporte masivo, regular y constante, económico y seguro, con planes adecuados y decisiones oportunas. No solo de anuncios eternamente reiterados.

Pero volviendo a la impresionante y siniestra aglomeración de vehículos que en al Sur, se duplicaban o triplicaban en luces y en sonidos como en la producción de gases tóxicos, nadie podría asegurar que nuestros compatriotas avecindados en las proximidades de la Capital, tendría alguna posibilidad de desarrollar una vida normal bajo semejantes condiciones.

Como tampoco puedo dejar de pensar que si este es el panorama que ellos enfrentan, ya ni siquiera podríamos imaginar los sufrimientos de los que viven lejos de los centros poblados. En el interior profundo de nuestro país, en lugares desolados y a la intemperie. Sin un trabajo estable, sin recursos y con pocas –o ninguna– prestación del Estado, además de enfrentar muchas otras formas de violencia, y sin transporte.

¿Se pudo evitar todo esto? La dolorosa respuesta es sí. Si hubiéramos conocido la historia de las aglomeraciones humanas y los problemas que se generan en su interior. Si hubiésemos estado alertas sobre la propensión de los grupos de poder y sus secuaces, en concretar sus desmedidas ambiciones.

Si hubiéramos otorgado importancia al factor educativo como un instrumento fundamental para proveer a la población de recursos intelectivos suficientes que les permitieran percatarse de su propia identidad, del valor de la responsabilidad y la necesidad de la convivencia. Del respeto. Y fundamentalmente, si hubiésemos contado con gobernantes patriotas, conocedores de su trabajo y de la misión de concedernos el homenaje de una mejor gestión, con iniciativas acordes con la calidad que se pretende de ellos.

Pero lamentablemente, el camino del mal ha sido siempre más corto y fácil de circular, que el del bien. Y así terminamos aceptando mucho menos de lo que necesitamos cuando todos sabemos que necesitamos mucho más de lo que nos dan.

Y que cinco años es demasiado tiempo de espera, para castigar a los que nos ofenden.

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