14 jun. 2025

La ley en gorra

Puede que el intendente de Ciudad del Este, Miguel Prieto, sea otro corrupto igual que todos sus antecesores colorados, o puede que no; el punto es que eso resulta totalmente irrelevante porque su suerte ya está echada. Si no renuncia, lo destituirán; esa es la orden emanada del quincho y se debe cumplir a como dé lugar. Para dimensionar la fuerza destructiva que tiene esa perturbadora certeza basta con hacerse una pregunta: ¿Alguien cree hoy en las instituciones que permitirán que esa orden se cumpla? ¿Alguien cree que regirá lo que dice la ley?
La imposición de la voluntad de un solo hombre y su círculo de cortesanos, sobre todo cuando esta se alimenta principalmente del deseo de venganza, ha terminado por dinamitar lo poco de credibilidad que les restaba a entidades esenciales para la vida colectiva.

¿Cómo se puede construir un país serio si no creemos en el sistema judicial, en jueces y fiscales, en los organismos de control ni en el poder que forja las leyes? La respuesta es simple. No se puede. Un Gobierno de 35 años bajo ese modelo no pudo hacerlo. La voluntad de un solo hombre y su anillo de genuflexos solo consiguieron engendrar uno de los países más atrasados y corruptos del mundo.

Pero conviene aterrizar el análisis con casos concretos para entender mejor cómo funciona este esquema de dominación unipersonal. El más reciente y notorio es el de la senadora Kattya González, electa con más de cien mil votos y destituida por un caso desestimado por la Fiscalía y en violación del reglamento interno de la Cámara.

Estamos hablando de una mujer perteneciente a un partido minúsculo de la oposición, sin la menor estructura ni financiamiento, que se convirtió en la tercera más votada luego de una campaña basada principalmente en denuncias sobre casos de corrupción. Siempre fue una piedra en el zapato cartista, pero lo que colmó su paciencia fue la sospecha de que colaboró con la prensa para identificar casos de nepotismo en el Congreso, como el de la hija del vicepresidente Pedro Alliana.

Su destitución fue una salvajada grosera, sin el menor resquicio de pudor. Le inventaron una situación descartada incluso por un Ministerio Público controlado por el cartismo, y votaron su salida en violación de su propio reglamento. La cuestión fue tan alevosa que generó reacciones incluso del cuerpo diplomático extranjero con una carta de apoyo a González suscrita por los embajadores en Paraguay.

Por supuesto, eso no le movió un pelo al gorilaje criollo. La orden partió del quincho y esa es la única ley que conocen.

La senadora defenestrada recurrió a la Corte Suprema, la que luego de una dilación de 15 meses se integró finalmente para analizar si la destitución fue inconstitucional. Pero, en realidad, ya no importa. El propio presidente del Congreso, aventajado miembro de la jauría cartista, adelantó que no acatarán lo que resuelvan los ministros. Erigiéndose una vez más en intérprete de la Constitución, afirmó que como no existe la figura de la recuperación de investidura, el caso está cerrado. Y punto.

En lo único que tiene razón es en que no importa lo que diga la Corte, ni la conclusión de la Fiscalía, ni el reglamento interno ni la propia Constitución. Solo es relevante la voluntad del líder. Como en los tiempos del general.

Los operadores y beneficiarios parásitos del modelo pretenden justificarlo alegando que la mayoría del país lo eligió. Saben que no es cierto. El cartismo solo consiguió poco más de la mitad de los votos colorados, y el total de votos colorados no pasó del 38% en las generales. El control que lograron fue el resultado de la división de los votos no colorados y la adquisición ya en el poder de legisladores que entraron como disidentes. Una mayoría comprada que les dio, entre otras cosas, el poder para nombrar y destituir jueces, fiscales, contralores y hasta legisladores. Lo que Stroessner consiguió por la fuerza, sus émulos lo hicieron con dinero. Y como el dictador, si la letra de la ley les resulta inconveniente, la echan en gorra.

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