Sabemos que María Fernanda y su victimario, otro adolescente, tuvieron una relación casual (desconocemos en qué circunstancias) en una de estas fiestas absolutamente innecesarias –y consentidas o promocionadas por los mismos padres– que forman parte de los rituales modernos de culminación del colegio. Sabemos que tras ese encuentro, María Fernanda quedó embarazada, y que, desde entonces y hasta que su vida fue cruelmente interrumpida, pasaron cuatro largos meses.
¿Por qué esta niña se vio obligada a ocultar su situación durante todo ese tiempo? ¿Por qué ninguno de los adultos que frecuentaban su casa o la escuela logró ganarse su confianza lo suficiente como para que ella les contara lo que le estaba ocurriendo?
Pongámonos en la piel de esta adolescente que estaba terminando el colegio y con planes de una formación universitaria; una jovencita que era habitué de la Iglesia y que formaba parte de una comunidad pequeña donde se conocían todos. ¿Cuántas noches habrá pasado despierta y aterrada preguntándose cómo cambiaría su vida, cómo la juzgarían, qué dirían sus padres o los de su Iglesia?
Del otro lado tenemos a un adolescente que ya había tenido problemas con las drogas. En su caso, tampoco sabemos que haya discutido su situación con un adulto, salvo con una joven cuya participación resulta hasta ahora sencillamente inexplicable. Leyendo el intercambio de mensajes entre ambos es inevitable preguntarse si estamos ante personas incapaces de empatizar con otro ser humano. Obviamente, serán psiquiatras, fiscales y jueces quienes determinen si se trata de psicópatas, pero resulta muy difícil no suponerlo, cuanto menos.
Los escritos del adolescente dejan traslucir además su desprecio por la vida de esa niña mujer. Ella se convirtió apenas en un problema y su vida tenía un valor menor que las complicaciones que el embarazo y la posterior paternidad supondrían para él. Esa idea torcida de la mujer como algo de menor valor, y de que, de alguna manera, era isible proponer y aplicar violencia contra ella no surgió de la nada, nació del fermento de una cultura torcida.
El crimen de María Fernanda tiene dos caras. La primera y más evidente es la que nos revela la forma como se produjo su asesinato. La sangre fría del presunto asesino, la complicidad inexplicable de una mujer adulta, las dudas sobre quienes, si no fueron cómplices, cuanto menos obstruyeron la investigación. Es una cara oscura sobre esos fenómenos aterradores del ser humano, procesos que pueden convertir a un adolescente en un monstruo.
La segunda nos habla de púberes que despiertan a la vida sexual sin la educación ni la contención necesarias, de embarazos no deseados, de la carencia de espacios de confianza para hablar de estos temas sin temor ni sentido de culpa, del terror a la condena social y familiar; nos habla del machismo, de la violencia contra mujeres y niños, y de la miserabilidad política de ocultar esos dramas sociales bajo el tapete hipócrita de una supuesta defensa de valores criollos.
Resulta indignante ver a políticos que, por lo general, prefieren evitar estos temas, rasgarse las vestiduras ante el crimen y proponer mayores condenas, la resurrección del servicio militar o cualquier ocurrencia rápida que les salga de las tripas. Total, la cuestión es sacarle algún rédito rápido a la tragedia y volver rápidamente a la agenda política y a los negociados con el Estado.