Gustavo Setrini
Politólogo
No es una pregunta menor. Tampoco es fácil de responder. No pretendo dar respuestas definitivas, sino ofrecer algunas hipótesis y pensar en voz alta sobre qué entendemos cuando decimos que una economía “anda bien” y para quienes. Pero, antes de ir a las posibles explicaciones, ¿por qué se dice que Paraguay tiene un buen desempeño macroeconómico?
La afirmación de que “andamos bien” suele apoyarse en una serie de indicadores que, a simple vista, pintan un panorama bastante sólido. Primero, el crecimiento económico: Paraguay ha mantenido una tasa promedio cercana al 3% anual durante las últimas décadas, una rareza en una región marcada por ciclos de crisis y recuperación. Ese crecimiento ha venido acompañado de una disminución significativa de la pobreza. También se ha registrado una leve reducción en la desigualdad de ingresos.
En paralelo, los precios se han mantenido relativamente estables. En la fase de reactivación económica después de la pandemia, la economía global experimentó un periodo de inflación elevada como consecuencia de cuellos de botella en la producción y el comercio global y del poder ejercido sobre los precios por las empresas globales que controlan esos cuellos de botella. Paraguay, que depende mucho de las importaciones, fue muy expuesto a este fenómeno. En 2022 la tasa de inflación de los alimentos llegó a 20%, entre las más altas del mundo. Sin embargo, en los siguientes años se pudo reducir la tasa de inflación a niveles que se consideran sostenibles, y no hemos experimentado la inflación desestabilizadora que se veía, por ejemplo, en Argentina.
Por otro lado, uno de los temas que genera preocupación es el crecimiento sostenido de la deuda pública, que ha aumentado de 15% a 45% del PIB en los últimos diez años. Hasta ahora, esa deuda ha servido para financiar gasto e inversión pública, permitiendo que el Estado gaste más de lo que recauda y contribuyendo así al crecimiento económico. Pero ese margen no es infinito; tarde o temprano, una mayor proporción de los ingresos tributarios tendrá que destinarse al pago de acreedores internacionales, limitando la capacidad del gobierno para responder a otras necesidades sociales y económicas.
La inflación de las expectativas
Una posible explicación a la frustración generalizada, a pesar de los buenos indicadores es lo que podríamos llamar la inflación de las expectativas. Es decir, las condiciones materiales pueden mejorar lentamente, pero las aspiraciones de las personas –lo que consideran una vida digna, cómoda, o simplemente “normal”– se expanden a un ritmo mucho más acelerado.
Hoy en día, la televisión, el internet y las redes sociales nos exponen constantemente a los estilos de vida de los países y de las clases sociales más ricas. Nunca antes habíamos estado tan conectados con el mundo, y el mundo que nos muestran los algoritmos es un mundo de abundancia, consumo y confort al cual pocos paraguayos pertenecen. Al mismo tiempo, la disponibilidad de nuevos bienes de consumo y servicios en el mercado local –electrodomésticos, comidas gourmet, tecnología, o paquetes turísticos– crece mucho más rápidamente que el ingreso de las familias. En ese contexto, un crecimiento económico del 3% anual, aunque técnicamente saludable y destacado en la región no es particularmente rápido. Las sociedades que se convirtieron en sociedades ricas, como fue el caso de Japón y Corea del Sur en el siglo XX y ahora el caso de China experimentaron por décadas tasas de crecimiento alrededor del 10%.
A los deseos frustrados de los hogares se puede sumar el elevado costo de vida. Aunque Paraguay ha logrado controlar la inflación mejor que otros países latinoamericanos, los precios de muchos bienes básicos siguen siendo muy altos en relación con los ingresos que puede ganar un trabajador promedio. La sensación de esforzarse más en el trabajo sin ver una mejora proporcional en la calidad de vida alimenta el malestar.
La desigualdad de seguridad
Otra hipótesis tiene que ver con la estructura desigual de la economía paraguaya. En cualquier sociedad, existen personas que dependen principalmente de sus ingresos laborales para sostenerse y otras que viven de rentas: Ingresos generados por la propiedad de tierras, inmuebles, empresas u otros activos. Aunque los datos oficiales muestran una leve reducción en la desigualdad de ingresos, no tenemos estudios sistemáticos sobre la desigualdad en la distribución de la riqueza, que probablemente sea mucho más pronunciada.
Lo que sabemos es que la desigualdad en la tenencia de la tierra es de las más extremas a nivel mundial y que existen oligopolios nacionales en sectores claves como el comercio, las finanzas y la distribución de alimentos. También sabemos que 60% de la población ocupada trabajan en la informalidad. Eso incluye autoempleo, empleo en pequeñas empresas informales o microemprendimientos con bajos niveles de inversión y productividad. Estos trabajos, si bien permiten la subsistencia, ofrecen salarios bajos sin seguro de salud, cobertura frente a enfermedades o accidentes y sin aportes jubilatorios. En términos simples; muchas personas trabajan, pero no acumulan nada. Ni capital, ni ahorro ni tranquilidad. El aumento sostenido del precio de los activos empeora este escenario. Comprar tierra para producción, una casa para vivir, o un local para trabajar es cada vez más caro en relación con los ingresos que se pueden obtener trabajando. Asimismo, los alquileres han subido más rápido que los salarios. Para quienes no poseen activos, esto significa quedar atrapados en una economía en la que todo sube menos sus ingresos. Es probable que muchas familias estén acudiendo a préstamos, tarjetas de crédito o deudas informales para cubrir gastos rígidos –alquileres, remedios, educación, transporte– que no pueden dejar de hacer, pero que ya no pueden cubrir con sus ingresos corrientes. Y eso añade otro nivel de angustia; no solo hay que sobrevivir hoy, sino que hay que hacerlo hipotecando el futuro.
La pobreza de los servicios públicos
Un tercer elemento que ayuda a explicar la sensación de inseguridad económica es la escasez –o directamente la ausencia– de infraestructura y servicios públicos de calidad. En una sociedad más equitativa, ciertos aspectos fundamentales de la vida cotidiana se proveen de forma colectiva: Transporte público eficiente, atención médica accesible, educación pública de calidad, espacios verdes para el deporte y centros culturales para el ocio.
No es solo una cuestión de eficiencia o derechos son mecanismos concretos que reducen la presión económica sobre las familias.
En Paraguay, muchos de estos servicios públicos son débiles, insuficientes o directamente inexistentes. Las familias deben resolver su movilidad comprando vehículos propios, la salud pagando seguros privados o consultas y medicamentos de sus bolsillos, la educación pagando las cuotas mensuales de colegios, institutos y universidades privadas y su ocio asociándose a clubes y gimnasios pagos. A medida que los precios de estos servicios crecen más rápido que los ingresos, muchas familias se ven forzadas a endeudarse o, simplemente, a resignarse a vivir sin ellos.
La ciencia del
debate social
Cerrar este rompecabezas requiere más que intuiciones o comparaciones superficiales. Si como sociedad queremos entender con honestidad lo que está pasando, ¿por qué la economía “anda bien”, pero tanta gente se siente mal? Necesitamos tomarnos en serio el conocimiento. Eso implica valorar, fortalecer y financiar las ciencias sociales: La sociología, la economía, la antropología, la ciencia política. No como una postura ideológica o partidaria más en una sociedad ya demasiado sectaria, sino como herramientas fundamentales para interpretar la realidad con evidencia rigurosa y con empatía. Solo así vamos a poder tener debates públicos más sinceros y más útiles y, así superar esta paradoja entre buen desempeño macroeconómico y frustración social.